La flexibilidad kirchnerista para medir el lawfare
En su libro Dios, el mamboretá y la mosca, Thomas Moro Simpson reconstruye la peripecia de la Ley de Residencia, impulsada en 1902 por el Poder Ejecutivo y defendida por el entonces senador Miguel Cané, para expulsar del país a cualquier extranjero sospechoso de anarquismo.

Alfredo Palacios fracasó en su intento por derogarla cuando llegó al Congreso, en 1904. Volvió a tratarse el 17 de julio de 1946. La Cámara de Diputados, restaurada después de la dictadura militar de 1943, decidió suprimirla. La iniciativa partió del peronista John William Cook, quien la calificó como una “obra nefasta de la oligarquía”. Su compañero Cipriano Reyes lo apoyó, “en nombre de las madres que lloraron lágrimas amargas”.
El conservador Reynaldo Pastor se les sumó para repudiar “un instrumento de tortura”. Sin embargo, cuando se estaba por pasar a votación, intervino el diputado y sindicalista Alcides Montiel, para decir: “Como trabajador, saldría a la calle para decirles a los trabajadores: ‘Compañeros, esta ley antes nos sacrificaba a nosotros porque la manejaban ellos; ahora la manejamos nosotros y no se deben temer arbitrariedades’”. Simpson sintetiza: Montiel pensaba que una ley nefasta dejaba de ser nefasta si la administraba él.
Al cabo de 75 años, la dirigencia política sigue practicando ese estilo enloquecedor de argumentación. En estas horas, la oposición de Juntos por el Cambio consiguió frenar la aprobación de una reforma al régimen en el que funcionan los fiscales, bastante parecida a la que el oficialismo de Juntos por el Cambio había promovido hacia finales de 2017.
Las razones jurídicas y políticas de la resistencia actual son el calco de las que esgrimía el kirchnerismo cuando, apenas cuatro años atrás, bloqueaba aquel proyecto, tan semejante al que hoy está defendiendo. Como Montiel, ambos bandos creen que lo que hace que una norma sea buena o mala es quién la ejecuta.
La misma incongruencia corroe el razonamiento de Cristina Kirchner al analizar los motivos por los que Fabián “Pepín” Rodríguez Simón decidió pedir asilo en Uruguay. La jueza María Servini de Cubría y el fiscal Guillermo Marijuan, que eran los agentes de una arbitraria persecución cuando avanzaban contra ella y sus allegados, se han vuelto irreprochables cuando el objetivo es un rival. Más aún: la idoneidad está demostrada, según ella, en que no se los puede sospechar de kirchneristas. La vicepresidenta llega rápido al absurdo: aquellas hostilidades, que alimentaban las denuncias de lawfare, se convierten ahora en garantía de imparcialidad.
Esta flexibilidad en los criterios no debería sorprender. Está amparada por la premisa del filósofo hiperrealista Jorge Díaz Martínez, para quien “en política la ética es un procedimiento para aplicar al adversario”. Lo que sí llama la atención es la pasión con que se defienden principios de los que, en un santiamén, se puede prescindir.
La señora de Kirchner ha puesto mucha energía en conseguir la reforma del Ministerio Público, que le proveería una expansión muy considerable en el campo judicial, que siempre la obsesiona. Por un lado, la nueva ley prevé que para la designación del jefe de los fiscales alcance con la mitad más uno de los senadores. Un número que el peronismo puede alcanzar sin acordar con otra fuerza.
Por otro lado, establece un sistema de enjuiciamiento por el cual cualquier fiscal queda a merced de la mayoría de una Comisión Bicameral que sería siempre controlada por el PJ. La aspiración de la Constitución, que el Ministerio Público deje de depender de cualquiera de los poderes del Estado, quedaría defraudada. Quienes investigan la corrupción, delitos económicos, narcotráfico, violaciones a los derechos humanos, o cualquier otro tipo de crimen, pasarían a ser un anexo del Congreso.
El oficialismo consiguió aprobar un dictamen de comisión antes de ayer. Pero la posibilidad de reunir el quorum para que la Cámara de Diputados lo convierta en ley comenzó a desdibujarse. El rechazo del bloque Federal que integran Graciela Camaño, Jorge Sarghini y Alejandro Rodríguez forzó a Eduardo “Bali” Bucca a pronunciarse también en contra. Extraño caso en el que la bancada arrastra a su presidente. El trotskista Nicolás del Caño anunció que no ingresaría al recinto. El rionegrino Luis Di Giacomo insinúa la misma promesa, pero con singular ambigüedad: aclara que todo de depende de que su gobernadora, Arabela Carreras, no ofrezca su voto en alguna transacción con el gobierno nacional.
El riojano Felipe Álvarez, que se convirtió en diputado por su integración a Juntos por el Cambio, se niega a adelantar qué va a hacer. Lo aguarda, antes que nadie, Antonio Carambia, un santacruceño que también llegó a la Cámara envuelto en las banderas del antikirchnerismo, pero que ahora explica que hará lo que disponga Álvarez. Como describió un simpático amigo suyo: “Antonio se sienta en Roldán, con el paquete de Wiskas, y espera instrucciones desde allá”.
La batalla por el control de los fiscales se convirtió en una guerra de guerrillas. Con el dictamen ya aprobado, el oficialismo puede intentar en cualquier momento reunir a la Cámara y sancionar la ley. Habrá, entonces, una vigilancia estricta de unos sobre otros. En lo inmediato, sin embargo, es una derrota de Sergio Massa y de su ahijado, el ministro de Justicia, Martín Soria. Massa puso un empeño inusual en conseguir los votos para satisfacer a la vicepresidenta. Creyó haberlo logrado el sábado por la tarde.
Advertido por un diputado de que la dirigencia opositora hacía gestiones para impedir la aprobación, le escribió a Álvaro González, vicepresidente de la Cámara por el Pro, este risueño mensaje: “El día está lindo. Dejate de joder llamando gente. La ley ya está. Salí con la familia y disfrutá del sábado”. Una faceta desconocida de Massa: los consejos de autoayuda.
La ley no estaba. Entre otras cosas, porque la dirigencia opositora se aplicó con obsesividad a lo largo de 96 horas a boicotear el quorum. El más comprometido fue Horacio Rodríguez Larreta. Tiene una motivación personal. La designación del procurador, en el marco de la ley actual, fue el primer acuerdo en el que Alberto Fernández faltó a su palabra y lo dejó descolocado. Durante las conversaciones que llevaron adelante al comienzo de la pandemia, el Presidente propuso al jefe de Gobierno congeniar toda la agenda institucional. Larreta, racinguista antes de todo, respondió: “Paso a paso”.
Prometió gestionar en Juntos por el Cambio la aprobación del pliego del juez Daniel Rafecas, el candidato de Fernández a la Procuración. La empresa lo enfrentaría a Mauricio Macri, quien se opuso a Rafecas. Es un misterio si lo hizo por la identidad del postulante o porque venía con el aval de su rival interno. Fernández también habilitó conversaciones con la oposición. Las más sustanciales fueron entabladas por Vilma Ibarra y Ricardo Gil Lavedra, próximo al jujeño Gerardo Morales.
Ninguno imaginó lo que resultaría evidente: para Cristina Kirchner, Rafecas dejaba de ser confiable en el preciso instante en que conseguía el respaldo opositor. Fernández quedó desautorizado por la vicepresidenta en una cuestión que perfilaría su gobierno. Y él, sumiso como de costumbre, encontró razones cada vez más evidentes de que su jefa hacía lo correcto cortándole las alas. Ibarra, Gil Lavedra, Morales, y todos los que se habían plegado a su aventura quedaron en falsa escuadra. Sobre todo Larreta frente a Macri.
El fracaso, todavía provisorio, de Massa para satisfacer a la señora de Kirchner, convierte de nuevo a Rafecas, si no en un proyecto, en un emblema. Ahora su nombramiento es reclamado por la oposición. O un sector de ella: el que entiende que no hay manera de regresar al poder si se radicaliza la polarización. Es importante entender este aspecto del problema: además de un principio institucional, está en discusión un criterio político, que explicó en la reunión de comisiones el radical Emiliano Yacobitti: “La dirigencia política necesita que la ley la obligue a formar mayorías especiales”.
En otras palabras: la inclinación irrefrenable hacia el conflicto demanda soluciones ortopédicas. El planteo esconde, además, una estrategia electoral: no en vano Yacobitti es un aliado de Lousteau y ambos están coaligados con Larreta en la interna de Juntos por el Cambio.
Por Carlos Pagni