Nuestra vida en Zoom: ¿más libertad o más encierro?
Son muchas las palabras por las que recordaremos este tiempo de angustias y zozobras. Algunas nos han remitido a la prehistoria, como cuarentena, y otras han acelerado el futuro, como Zoom.

Zoom no figuraba en nuestro diccionario, al menos no como una herramienta vinculada al trabajo, al estudio o a la celebración del encuentro. Solo lo conocíamos como un tecnicismo asociado a la fotografía. Pero súbitamente irrumpió en nuestra vida cotidiana, se sumó a nuestra conversación coloquial y se convirtió en una plataforma indispensable para no quedar aislados ni desconectados en nuestras islas hogareñas. ¿Nos ha mejorado la vida? ¿Ha achicado distancias o potenciado el encapsulamiento digital? Son preguntas que quizá deberíamos hacernos con el espíritu de examinar ventajas y desventajas, fortalezas y debilidades, de algo que, seguramente, transformará nuestro hábitat social.
Todo ha ocurrido de una forma tan rápida y vertiginosa que no hemos tenido tiempo de procesar los cambios; tampoco tuvimos posibilidad de elegir: era el Zoom o el desierto. Tal vez ahora podamos mirarlo con otra perspectiva y valorar, así, las posibilidades que nos ha abierto, así como las limitaciones y los riesgos que implica una plataforma que nos vuelve más dependientes de las pantallas y nos sumerge en un mundo cada vez más virtual.
Es innegable que ha sido una herramienta virtuosa. Nos ha permitido, de manera accesible, sostener espacios de encuentro que -de un día para el otro- dejaron de ser posibles de manera presencial. Nos ha abierto además nuevas posibilidades: muchos pudieron acceder a cursos, seminarios, conferencias y talleres a los que, por razones de tiempo, de distancias o de costos, no hubieran podido asistir en un espacio físico. Han surgido, así, propuestas y alternativas novedosas.
Todo eso muestra un dinamismo creativo, una flexibilidad y una capacidad de adaptación que deberíamos anotar en el haber de nuestro capital social. Ha facilitado también la creación de nuevas comunidades, más federales, más globales. Está claro, además, que ha permitido -aunque sea de manera parcial- sostener actividades educativas a pesar del despropósito inaudito que ha representado el cierre total de las escuelas durante un año entero.
Pero también es cierto que nos ha privado de espacios de socialización que parecen periféricos, pero que, sin embargo, suelen ser fundamentales: nos quedamos sin pasillo, sin “break”. En el ámbito educativo, sin contar las desigualdades profundas que provoca la virtualidad, se han perdido el patio, el recreo y la sala de profesores. Es obvio, además, que la pantalla no sustituye las experiencias del aula, el laboratorio o el campo de deportes. La enseñanza, sobre todo en los niveles iniciales, no puede prescindir del contacto personal.
Ha quedado claro, incluso por episodios bizarros, que el Zoom genera cierto desplazamiento entre estar y no estar en un lugar. Eso suele derivar en confusiones y equívocos peligrosos. Habría que preguntarle al diputado que estaba en la sesión y con su pareja al mismo tiempo. Fue, si se quiere, el caso más polémico y llamativo, pero no fue el único. Podría escribirse un catálogo entre dramático y humorístico de “desubicaciones” en diversos ámbitos que han tenido que ver con esta especie de desdoblamiento que suele favorecer el Zoom y que lleva a algunas personas a creer que se puede estar en dos lugares al mismo tiempo. A un destacado periodista norteamericano le costó la carrera: estaba en una reunión de editores y a la vez se masturbaba.
Es evidente, más allá de bloopers y papelones, que el Zoom desdibuja la frontera entre espacio público y privado. Desdibuja, también, ciertas formas y rituales que muchas veces influyen sobre la sustancia de las cosas. Cambiarse para ir a una clase o a una conferencia no es lo mismo que participar de ella sin sacarse las pantuflas. Puede parecer intrascendente, pero en el extremo de la informalidad suele haber también cierto debilitamiento del compromiso.
El Zoom tal vez haya estimulado hasta una especie de voyeurismo leve: se espía, de alguna forma, una pequeña porción de la privacidad ajena; se mira su espacio íntimo, su casa, su escritorio. El estilo y las formas de entrecasa se meten en el espacio laboral.
Del lado de las fortalezas, debemos rescatar un mejor aprovechamiento del tiempo. En Zoom se valora más la puntualidad. Es un formato más encorsetado, pero a la vez más conciso y menos disperso. Como contracara, se pierde espontaneidad, se tabican mucho el diálogo y la interacción. El intercambio parece, por momentos, más rígido. Habría que analizar, además, el nexo entre la creatividad y lo que se considera una pérdida de tiempo. ¿Cuántas ideas germinan o se enriquecen en las charlas de sobremesa o en las horas libres?
Parecería que en Zoom -aun con derrapes y desajustes- se ha impuesto un código más respetuoso que el que rige en las redes sociales. La diferencia parece obvia: aunque es posible apagar la cámara y presentarse con nombre de fantasía, Zoom generalmente implica “poner la cara”. Se pone en juego la identidad y no existe casi el anonimato. Hay vandalismo y hackeos con perfiles falsos. Se han producido irrupciones de trolls para exhibir pornografía o lanzar insultos racistas durante encuentros por Zoom. No parece haber modo de eludir esos virus en ningún espacio virtual. Pero podríamos arriesgar que el Zoom es mucho más civilizado y por supuesto menos invasivo que las redes.
El Zoom ha sido vehículo de creatividad, pero también de agilidad para el cambio. Artistas profesionales y amateurs, intelectuales, docentes y hasta deportistas han demostrado talento y originalidad para adaptar contenidos y ofrecer alternativas a través de una plataforma que nos obligó a todos a hacer camino al andar. En situaciones de confinamiento absoluto, funcionó directamente como un salvavidas.
Es cierto, también, que los festejos por Zoom resultan en general acartonados. Se pierde, en buena medida, la experiencia sensorial. Se resignan la cercanía física y la tactilidad, que son componentes esenciales de nuestra cultura latina. Se recorta la expresión corporal. Nos muestra como rostros encajonados. Limita nuestra gestualidad y empobrece, por lo tanto, nuestro lenguaje, que va más allá de la palabra.
Por Luciano Román