El Congreso a favor o en contra
El pueblo no puede, si quiere una democracia con calidad, darse el lujo de no entender cómo funcionan las instituciones
Por Félix V. Lonigro

En la Argentina, cada dos años, hay elecciones para renovar a la mitad de la cámara de Diputados y a un tercio del Senado, y cada cuatro para elegir al presidente y al vice. Pues estas últimas elecciones, las presidenciales, son las que más movilizan al electorado, y en ellas rara vez los electores cortan boleta. En efecto, lo habitual es que quien vota a una fórmula presidencial, también vote a la lista de candidatos a diputados y senadores que la acompañan.
Ello ocurre porque hay una notable indiferencia a la hora de elegir a los legisladores, lo cual, a su vez, reconoce dos causas: la mala reputación de la actividad del Congreso y un profundo desconocimiento acerca de su función. De hecho, si se le preguntara a la gente si sabe para qué está el Parlamento, seguramente la respuesta irónica sería: "para nada", y la respuesta formal sería: "para hacer leyes".
La primer respuesta es absurda, porque si bien es cierto que muchos legisladores no hacen honor a la responsabilidad que les cabe, el buen funcionamiento del órgano legislativo es fundamental para la democracia y para el sistema republicano: para la democracia porque allí están representadas las diversas ideologías y las minorías, y para la república porque la separación de órganos y atribuciones, impide la acumulación del poder en el primer mandatario.
La segunda respuesta es insuficiente, porque el Congreso no fue creado para "hacer leyes" sino para ejercer una serie de atribuciones relevantes (por ejemplo en materia impositiva, penal, internacional, defensa, educación, etc), para lo cual utiliza leyes. El problema es que, probablemente apenas uno de cada diez electores pueda enumerar cinco atribuciones del Congreso. Y son casi sesenta.
Alberdi decía con claridad que la calidad de los gobernantes depende de la calidad de los gobernados. Pues paupérrima "calidad" es la de los pueblos cívicamente incultos, porque, digámoslo con angustia, votan a ciegas.
En función de esta triste circunstancia, da la sensación de que al elector no le importa mucho si el candidato a presidente al que elige, podría tener, luego, en ejercicio del cargo, un Congreso a favor o en contra. Claro: imagina que si no lo tuviera a favor, el presidente podría "gobernar por decreto" (refiriéndose, sin entenderlo demasiado, a los tristemente célebres, "decretos de necesidad y urgencia", que no serían otra cosa que aquellos que los presidentes dictan, "apropiándose" de atribuciones que la Constitución Nacional ha conferido al Parlamento).
Trataré de ser elocuente, y a la luz de dicha elocuencia, explicar los "pro" y los "contra" que podría tener, para un presidente, conducir los destinos de un país con un Congreso a favor o en contra respectivamente.
Cuando un presidente tiene el Congreso en contra, encuentra dificultades para llevar a la práctica muchas de sus propuestas, porque probablemente gran parte de ellas deban ser adoptadas por medio de una ley, en cuyo caso necesitará negociar una y otra vez, con el riesgo de no lograr acordar. Además tendrá dificultades para lograr la aprobación, cada año, del presupuesto de gastos y recursos, y a la oposición se le podría hacer más sencillo interpelar a los ministros del Poder Ejecutivo, así como también alcanzar una mayoría levemente agravada -mitad más uno de la totalidad de los miembros de cada cámara- para sancionar leyes tales como modificación de sistemas electorales, partidos políticos, coparticipación federal, asignación de jerarquía constitucional a ciertos tratados, o integración del Consejo de la Magistratura.
Si esas mayorías opositoras se concentraran en el Senado, hasta podrían bloquearse los acuerdos que el presidente necesita para la designación de jueces, embajadores, procurador y defensor general de la Nación, presidente del Banco Central y militares de alto rango.
Si además la oposición tuviera una acentuada mayoría en el Congreso, que la colocara cerca de los dos tercios, podría hacérsele más accesible someter a juicio político al presidente, al vice y a los ministros, o desaforar, suspender o expulsar a legisladores de sus bancas. A su vez, un Congreso opositor tendría más poder de control sobre la potestad del presidente de ejercer atribuciones legislativas mediante decretos de necesidad y urgencia, o de decretos delegados.
Pero al mismo tiempo, cuando el presidente tiene un Congreso a favor, la gobernabilidad se hace más sencilla, y se le abre al oficialismo la posibilidad de presidir la Cámara de Diputados, de designar al presidente provisional del Senado y de presidir las comisiones legislativas más importantes en ambas Cámaras. Por su parte los proyectos de ley que el presidente envía al Congreso podrían tener un trámite más ágil, y a éste se le haría más accesible la posibilidad de lograr acuerdos para designar jueces, y la de tener un mayor control en el Consejo de la Magistratura.
En definitiva, lo bueno de un Congreso opositor, es que hay un mayor control sobre la gestión del presidente y sus ministros, el cual se desdibuja con el Congreso con mayorías oficialistas. Mientras tanto, lo bueno de un Congreso oficialista es que se facilita la gobernabilidad, la cual se hace más compleja con un Congreso opositor, haciéndose necesario concretar acuerdos en forma permanente.
Sea como sea, es siempre el pueblo el que decide, con su voto, dar mayor o menor poder al presidente o al Congreso, lo cual puede ser conveniente o inconveniente según las circunstancias y momentos históricos; pero lo único que el soberano elector no puede hacer, si quiere una democracia con calidad, es, a la hora de votar, darse el lujo de no entender cómo funcionan las instituciones.
(InfobaE)