Alberto: No soy de aquí ni soy de allá

Unas cuantas cosas se movieron en la política argentina durante la semana que pasó: Cristina Kirchner escribió una carta pública con múltiples lecturas; Elisa Carrió sorprendió al expedirse a favor de Daniel Rafecas como nuevo procurador, y -toda una señal- Horacio Rodríguez Larreta y María Eugenia Vidal se movilizaron hacia su chacra de Exaltación de la Cruz; las tomas de Guernica y de Entre Ríos se revirtieron de manera drástica; la Iglesia, por fin, aunque tardíamente, se expidió en contra de las usurpaciones y Martín Guzmán logró pinchar el dólar, aunque con estrategias similares a las que usaba el tan execrado gobierno anterior (endeudamiento), cuyo titular, Mauricio Macri, hizo conocer en solitario sus condiciones para el diálogo. Hasta se movió la estatua de Néstor Kirchner (que viajó desde Quito, donde estaba arrumbada en un depósito, hasta las entrañas del centro cultural que lleva su nombre nada más que porque de chico su padre lo llevaba de paseo al hermoso edificio del Correo construido por conservadores y radicales en las primeras décadas del siglo pasado y que el kirchnerismo reformó en la actual centuria).
El único que no se movió -o se movió poco; es cierto que caminó las cuatro cuadras que separan la Casa Rosada del CCK- es Alberto Fernández. El Presidente podría alegar en su defensa, y para no sentirse tan solo, que tampoco se movió la Suprema Corte de Justicia, pero allí los sutiles aleteos cortesanos esperan el momento político más propicio para expedirse acerca del traslado o permanencia en sus lugares de los jueces Bruglia, Bertuzzi y Castelli, que marcará otro punto de inflexión crucial en el gobierno que, en pocos días, cumplirá tan solo once meses en el poder, aunque ya parezca que está hace mil años.
Si dependiera solo de él, y no de las ásperas circunstancias en las que le toca gobernar, Fernández no saldría nunca de su nostálgica zona de confort, su idealizado 2003, en el que como jefe de Gabinete trabajaba al cobijo del piloto de tormenta de ese entonces, su jefe, Néstor Kirchner. El martes, cuando se cumplían diez años de la muerte del expresidente, Fernández repitió ese gesto, pero aunque Miguel Villalba le dio a la corbata, al saco y al ademán gran movimiento, el Néstor Kirchner que lo cobijó esta vez solo era de bronce inanimado. Tal vez por eso, el brillo melancólico en los ojos y la voz quebrada de Alberto Fernández que debe decidir moverse por sí mismo aquí y ahora, porque la historia no va para atrás sino para adelante. La vicepresidenta -en un gesto paradójico de la anomalía institucional que la tiene como epicentro-, le “indicó” lo que es obvio en la Constitución, pero no tanto en la conformación del actual poder: “En la Argentina, el que decide es el Presidente”.
Por cierto, las condiciones no son óptimas y no solo por la pandemia y la complicada situación económica heredada, sino por el fuego amigo (tantas veces fogoneado gratuitamente por el mismísimo jefe del Estado) lo que produce desconcierto en propios y ajenos sobre cuál es el rumbo que pretende imprimir a la nave que ahora le toca comandar (la Argentina). Las marchas y contramarchas, las declaraciones equívocas y contradictorias respecto de Vicentin, presos liberados, Venezuela, usurpaciones, reforma judicial, incentivos o asfixia a los sectores productivos y su proclividad al exceso de “declaracionitis” le juegan en contra y lo desdibujan. Fluctuar sin decidirse entre una economía de mercado y un Estado fuertemente intervencionista no parecen ser materiales compatibles. Peor aún: el fastidio empieza a cundir en los representantes de ambos extremos.
Si fuera por su exclusiva voluntad, tal cual lo expresó en sus discursos fundantes de su gestión el 10 de diciembre y el 1° de marzo, Alberto Fernández se iría por el túnel del tiempo a 2003 y solo le agregaría algún aderezo alfonsinista. Pero como eso es imposible, el Presidente ya podría hacer enteramente suya la canción de Facundo Cabral: “No soy de aquí ni soy de allá”. Como operador y armador de candidaturas ajenas, esa apreciable maleabilidad y capacidad de adaptación que tiene podía resultar ideal en su fluctuación por mostradores diferentes, pero como presidente ir adaptando lo que dice a lo que cada interlocutor desea escuchar termina por crear confusión y falta de credibilidad en aquellos que pretenden unir en un solo hilo todo lo que va diciendo.
Que el liderazgo político se encuentre en una persona (Cristina Kirchner) y la presidencia en otra (Alberto Fernández), cuando existen diferencias y matices importantes entre ambos, es algo que en 1973 se resolvió cuando el presidente vicario (Héctor Cámpora) dejó su lugar institucional y simbólico al líder de entonces (Juan Perón). Hasta fue posible, con ese cambio de comando, que el sesgo izquierdista de la breve administración camporista (49 días) mutara a una expresión contraria, de derecha. La actual experiencia -que, por ahora, pretende llevar adelante la anomalía institucional que le dio origen sin resolverla- quiere halagar oídos que esperan señales ideológicas y conceptuales muy divergentes. Un verdadero dilema.
Por Pablo Sirvén