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OPINION

El día que murió Kirchner: “Ya está, déjenlo, no lo toquen más a Néstor”

El 27 de octubre se cumplen 10 años de la muerte del expresidente. En este extracto del libro “Salvo que me muera antes”, la intimidad de sus últimas horas de vida en El Calafate, la desesperación de sus médicos y la súplica de Cristina en el instante final

El 27 de Octubre se cumplen 10 años de la muerte del expresidente

El 27 de octubre se cumplen 10 años de la muerte del expresidente. En este extracto del libro “Salvo que me muera antes”, la intimidad de sus últimas horas de vida en El Calafate, la desesperación de sus médicos y la súplica de Cristina en el instante final
Cinco minutos antes de que finalizara su guardia de veinticuatro horas, cuando parecía que el trabajo había terminado y ya se veía en casa tomando mate con su pareja, el doctor Claudio Cirille escuchó el mensaje de una enfermera: “¡Hay una salida urgente!”. Contundentes palabras que a las ocho menos cinco de la mañana lo devolvieron a la realidad. Cirille se alisó la chaqueta azul con el logo del hospital José Formenti y salió a las apuradas en busca de la ambulancia. “Es en la casa de la Presidenta”, le contó el enfermero Pedro Corregidor cuando atravesaban el vallado de álamos y avanzaban por la calle Campaña del Desierto.
Todo queda cerca en El Calafate, la hermosa villa turística de casi 20 mil habitantes que Cristina Elisabet Fernández de Kirchner había entronizado como “mi lugar en el mundo”, seguramente no solo porque es la puerta de entrada del imponente glaciar Perito Moreno, el desafiante Cerro Chaltén y otras bellezas naturales únicas, sino también por la colección familiar de inmuebles y porque allí se siente como una reina en su comarca. Y más cerca queda todo en un día feriado, como aquel soleado, apacible —sin ese viento tan habitual— miércoles 27 de octubre de 2010, cuando también los calafateños estaban por recibir la visita de las personas reclutadas para el Censo Nacional de Población y Vivienda.
No más de mil metros separaban al hospital municipal del suntuoso chalet de los Kirchner, de trescientos veinte metros cuadrados; en los pocos minutos que duró el viaje, Cirille nunca pensó que se trataría de algo muy grave. Hasta que vio que el portón de madera de la casona de dos plantas con subsuelo estaba abierto de par en par y que, luego de atravesar los primeros sauces, una pequeña manifestación de custodias y asistentes salía a recibirlos haciendo señas y clamando ayuda.
—Rápido, apúrense que Kirchner está muy mal —fue uno de los gritos que pudo escuchar.
La ambulancia estacionó frente a la puerta principal. El médico y el enfermero subieron las escaleras al trote y en un dormitorio del primer piso que les pareció amplísimo encontraron al ex presidente Néstor Carlos Kirchner tendido boca arriba en la cama matrimonial, vestido con un pijama azul. Parecía que dormía plácidamente, salvo por tres detalles: la sábana de la parte superior y la colcha habían sido retiradas y yacían descuidadas a un costado; además, Kirchner tenía un raspón en la frente, a la izquierda de su rostro.
El tercer detalle que completaba ese cuadro irregular era que Benito Alen González, uno de los médicos contratados para cuidar la salud de la familia presidencial, le hacía masajes cardíacos ayudado por un monitor portátil del tamaño de una tablet, que registraba la actividad eléctrica del corazón de la persona más poderosa de la Argentina.
Recién despertado, agitado, visiblemente nervioso, Alen González presionaba el pecho de Kirchner hasta que la voz impersonal del monitor le ordenaba: “¡Detenga maniobra!”. El médico presidencial alzaba sus manos, fijaba la vista en la pantalla, pero nada: se iban las ondas y la línea volvía a estar recta; el corazón de Kirchner no latía por sí mismo, sin la ayuda de los masajes. Y Alen González continuaba con las maniobras de reanimación.
En contraste con el poderío y la riqueza del paciente, el cuidado de su gastado corazón era muy precario: Alen González no era cardiólogo sino especialista en cabeza y cuello, y ni siquiera contaba con un desfibrilador, un aparato portátil para revertir las arritmias cardíacas más comunes que cuesta entre 24 mil y 60 mil pesos. Y era el único integrante de la Unidad Médica Presidencial que esa semana había viajado al sur con los Kirchner, primero a Río Gallegos y luego a El Calafate.
Tampoco era el titular del equipo médico de la Presidencia, formado por dieciséis profesionales; el jefe, Luis Buonomo, un cirujano amigo de Kirchner que tenía rango de secretario de Estado, se había quedado en Buenos Aires porque su esposa estaba enferma. Buonomo no andaba con buen timing en su trabajo: el mes anterior, cuando el ex presidente se había sentido mal en Buenos Aires, él estaba justo en Río Gallegos.
No solo no habían montado una mínima estructura para cuidar la salud de una persona con gravísimos antecedentes ya que Kirchner había sido intervenido en septiembre, en el segundo episodio cardíaco en apenas siete meses. Tampoco se preocuparon por avisar a los médicos del hospital local que habían llegado ni —obviamente— cuántos días estarían allí y en qué condiciones.
“Creo que eso es lo que más me llamó la atención y lo que aún hoy llama la atención a todo el mundo: en la casa no tenían nada de nada; el monitor era solo eso, un monitor para registrar si había o no actividad cardíaca. No tenían posibilidad de hacerle una desfibrilación o una cardioversión”, sostiene Cirille.
“En el barullo del momento —agrega Cirille— apenas nos presentamos. Para no interferir en lo que él estaba haciendo ni molestarlo, yo me fijé en las pupilas, que es el indicio más certero de si hay daño cerebral o no. Las pupilas ya estaban dilatadas. Estaban fijas. Es una señal muy determinante. Desde el punto de vista neurológico, aunque el corazón hubiera vuelto a funcionar, ya no había mucha alternativa”.
—Las pupilas; ya las tiene completamente dilatadas —le informó a su colega. Eran las ocho y diez.
—Vamos a hacerle una adrenalina intracardiaca, ordenó Alen González.
A Cirille, le llamó la atención. “Es algo que en muchos protocolos ya no se usa, pero es como dice el dicho: ´Donde manda capitán…´”.
Corregidor —el enfermero— abrió su maletín y cargó la jeringa con adrenalina para que el médico presidencial la inyectara directamente en el corazón de su ilustre paciente. Pero, con un gesto, Alen González le indicó a Cirille que se la aplicara él.
Así fue que Cirille alzó la jeringa y la clavó entre las costillas del ex presidente, al nivel del ventrículo izquierdo. Un momento crucial: los tres confiaban en que el monitor les informara que el corazón del hombre fuerte del país volvía a funcionar; “arrancaba”, en la jerga médica.
“Pero, no hubo respuesta de ningún tipo; el monitor no registró nada”, cuenta Cirille.

Por Ceferino Reato